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Los desalojos en Cañada Real producen vulneraciones graves de derechos humanos

2019: Discriminación en la vivienda

En la mañana del 13 de febrero de 2018, funcionarios del Servicio de Disciplina Urbanística del Ayuntamiento de Madrid y efectivos de la Policía Nacional entraron en la vivienda de una familia gitana con tres menores, expulsaron a la madre y al más pequeño de los hijos (los otros dos niños estaban en el colegio) y la derribaron. Otras seis viviendas de la zona fueron igualmente demolidas en la misma operación. Ninguna explicación, ningún aviso. En apenas dos horas, la casa en la que habían nacido y vivido los tres hijos quedó destruida. Ninguna alternativa. Ningún sitio en el que dormir. Los tres niños tenían 6, 4 y 1 año.

Un año más tarde, el 16 de enero de 2019, a partir de una demanda interpuesta con el apoyo de la FSG, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) sentenció que la actuación del Ayuntamiento de Madrid vulneró el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio de la familia y condenó al consistorio a pagar 13.000 euros por los daños morales ocasionados.

No era la primera vez que ocurría algo parecido en el asentamiento irregular que se extiende en los márgenes de la Cañada Real Galiana, situado a apenas unos kilómetros del centro de la ciudad de Madrid y en el que conviven realidades extremadamente diversas y complejas que se han ido transformando desde su origen, hace más de 40 años.

La particularidad de su situación urbanística (inicialmente vía pecuaria titularidad del Estado), la multiplicidad de competencias sobre su geografía y su cambiante realidad, por una parte, han dificultado la solución a los retos que aún persisten y, por otra, han servido de pretexto a las autoridades competentes para distraer la atención sobre la ausencia de una perspectiva integral y de derechos humanos necesaria para afrontar adecuadamente sus diferentes problemáticas. La Ley 2/2011 de la Cañada Real Galiana, el Acuerdo Marco de 2014 y el Pacto Regional por la Cañada Real Galiana de 2017 han supuesto avances significativos pero insuficientes para dar una solución completa, integral y conforme con los estándares internacionales de derechos humanos a las personas que la habitan, entre ellas, muchas personas gitanas.

En este contexto, los derribos irregulares de viviendas precarias y de chabolas habitadas por personas en situación de extrema exclusión social han sido durante muchos años uno de los caballos de batalla de organizaciones civiles y colectivos de abogados que siguen intentando poner coto a la arbitrariedad con la que distintas autoridades actúan en múltiples ocasiones en las zonas más deprimidas de la Cañada Real Galiana.

Es en este preciso terreno, en el de la lucha por impedir que la situación de vulnerabilidad de las familias que habitan la zona no se traduzca en un atropello indisimulado de sus derechos, en el que la sentencia del TSJM despliega su valor.

La sentencia desnuda a las Administraciones con algún tipo de competencia en la zona afectada y con alguna responsabilidad en la protección de los derechos de las personas afectadas. El Servicio de Disciplina Urbanística del Ayuntamiento de Madrid no había siquiera incoado un expediente de restablecimiento de la legalidad urbanística, el procedimiento que debe iniciarse para modificar y, en su caso, desalojar, a aquellas personas que habiten en viviendas construidas sin los necesarios permisos antes de proceder a su demolición.

La tramitación de un expediente administrativo es la garantía básica con la que cuentan los ciudadanos para controlar que la Administración actúa de conformidad con la legalidad vigente, ejercer su derecho a ser oído y a manifestar lo que estime oportuno para defender sus intereses y obtener una resolución debidamente motivada. En este caso, nos deberíamos haber encontrado ante un expediente con sus consiguientes acuerdos del Pleno del Ayuntamiento y notificaciones y requerimientos a los interesados; sin embargo, encontramos solamente un documento de una sola hoja, redactado en 2009, presuntamente una orden de demolición que afectaba a otras construcciones situadas en parcelas diferentes a la de la familia. Nada más. Ni una referencia a la vivienda, a las personas que vivían en ella desde hace más de 8 años, incluidos tres niños sin un lugar alternativo en el que vivir. Nada.

Sin expediente de restablecimiento de legalidad urbanística, es decir, sin la documentación que pruebe que una vivienda ha sido construida ilegalmente y es necesario llevar a cabo alguna acción para que no persista la ilegalidad, no puede emitirse una orden de demolición (necesariamente una decisión tomada como consecuencia de la declaración de irregularidad). Así ocurrió en esta ocasión. La casa fue demolida sin orden de demolición.

Este hecho ahonda, aún más si cabe, en la irresponsabilidad y arbitrariedad de la actuación del consistorio. El derribo se produjo, no solo sin el expediente pertinente y sin seguir los mínimos trámites exigibles para evitar una vulneración de los derechos más elementales de las personas afectadas, sino sin que nadie acordara formalmente el propio derribo. Nos encontramos ante una manifestación flagrante de vulneración del principio constitucional de legalidad y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

Y el TSJM así lo vino a admitir al concluir que el derribo de la vivienda había supuesto una vía de hecho, la definición dada en el ámbito legal a las actuaciones desarrolladas por las Administraciones Públicas en clara vulneración del marco jurídico que las regula.

Pero la gravedad del asunto va mucho más allá: no nos encontramos ante una simple acción arbitraria de la Administración. El derribo de una vivienda en la que habitan personas requiere un requisito adicional a una orden de demolición. En la medida en que se trata de un espacio en el que personas han decidido desarrollar su vida privada, las autoridades que van a practicar la demolición deben obtener o bien el consentimiento de sus moradores para practicar el derribo o bien una orden judicial emitida por un juez que haya ponderado adecuadamente la necesidad de anteponer un interés público al derecho constitucional de cualquier individuo de impedir la entrada no consentida de terceros a su hogar. En este caso, ni hubo orden judicial que habilitara la entrada para practicar el derribo (ningún juez autorizaría un derribo sin expediente ni orden de demolición), ni, como era previsible, hubo consentimiento por parte de nadie. De hecho, la madre y su hija de 1 año habían sido expulsadas de la casa horas antes y, según el relato facilitado por la propia madre y del que se hicieron eco los medios de comunicación, efectivos de la Policía Nacional impidieron su acceso durante la ejecución del derribo.

El domicilio es sagrado y, si alguna autoridad quiere desacralizarlo, necesita que un juez haya autorizado previamente despojarlo de dicha condición. El Tribunal Constitucional no deja lugar a dudas: “el Juez debe comprobar, por una parte, que el interesado es el titular del domicilio en el que se autoriza la entrada, que el acto cuya ejecución se pretende tiene una apariencia de legalidad, que la entrada en el domicilio es necesaria para aquélla y que, en su caso, la misma se lleve a cabo de tal modo que no se produzcan más limitaciones al derecho que consagra el art. 18.2 CE.”1

El derecho a la inviolabilidad del domicilio tiene un efecto mucho más trascendental que la mera manifestación “corpórea” de impedir que una persona entre en el hogar de otra persona sin su beneplácito. La inviolabilidad del domicilio es la derivación material del derecho a la intimidad, del derecho de cualquier ser humano a mantener un ámbito de su vida fuera del alcance de la sociedad y, por supuesto, de cualquier autoridad pública.

El derecho a la inviolabilidad del domicilio tiene un efecto mucho más trascendental que la mera manifestación “corpórea” de impedir que una persona entre en el hogar de otra persona sin su beneplácito. La inviolabilidad del domicilio es la derivación material del derecho a la intimidad, del derecho de cualquier ser humano a mantener un ámbito de su vida fuera del alcance de la sociedad y, por supuesto, de cualquier autoridad pública.

Esa conexión con la intimidad y la vida privada del individuo, sean cuales sean las condiciones en las que se produce, es la que ha llevado a los tribunales nacionales, europeos e internacionales a mantener una definición de “domicilio” necesariamente amplia, que acoja cualquier espacio físico en el que una persona desarrolla su vida íntima. En este sentido, el Tribunal Supremo aporta una explicación clarividente: “Su destino o uso constituye el elemento esencial para la delimitación de los espacios constitucionalmente protegidos, de modo que, en principio, son irrelevantes su ubicación, su configuración física, su carácter mueble o inmueble, la existencia o tipo de título jurídico que habilite su uso, o, finalmente, la intensidad y periodicidad con la que se desarrolle la vida privada en el mismo.”2

Hace tiempo que los órganos judiciales han reconocido expresamente que las viviendas precarias del Sector 6 de la Cañada Real Galiana están amparadas por el derecho a la inviolabilidad del domicilio. Sin embargo, las autoridades con poder ejecutivo en la zona han manifestado en múltiples ocasiones que, o bien tienen una interpretación alternativa, o bien no tienen interés en aplicarla.

Eliminar la vida privada y familiar de las personas es igual a cercenar su individualidad y, en consecuencia, supone excluirles como objeto de derechos. Supone su exclusión más radical de la sociedad democrática conformada en nuestro orden constitucional; de ahí su importancia para frenar la exclusión y discriminación de la comunidad gitana.

Violar el domicilio de una familia gitana como lo ha hecho el Ayuntamiento de Madrid en el caso juzgado es una forma de discriminación estructural que va más allá de la mera ejecución del derribo. Se trata de la forma de discriminación más grave de todas: la que sostiene y ampara la exclusión del colectivo gitano como sujeto del derecho a la intimidad, en definitiva, de la persona gitana como un individuo más.

En esta ocasión, ha sido el TSJM el que ha declarado la inconstitucionalidad del derribo de la vivienda familiar, siguiendo la línea marcada por otros tribunales anteriormente, por ejemplo, el Tribunal Supremo en el Caso Abdul, con el magnífico trabajo de CAES, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el famoso Caso Yordanova3.

Hay esperanza, pero también mucho por hacer. El TSJM no dio el paso necesario para valorar la naturaleza discriminatoria del derribo ni apreció que el acto constituyera una vulneración del derecho a la integridad física y moral de los niños que, en cuestión de horas, vieron como había desaparecido el único lugar que habían conocido como su casa.

En tiempos en los que se pueden oír discursos abiertamente racistas en el Congreso de los Diputados, en parlamentos autonómicos y en ayuntamientos, el poder judicial jugará un papel crucial que va a definir en gran medida los límites que esta sociedad está dispuesta a asumir y, en particular, hasta qué punto está dispuesta a garantizar el principio de igualdad y proteger la dignidad de los colectivos más vulnerables y excluidos.

De ahí la creciente importancia de la litigación estratégica de derechos humanos, de la disciplina que promueve el uso eficaz de las herramientas jurídicas para exigir el cumplimiento de los estándares internacionales de derechos humanos y la aplicación progresiva de unos principios de humanidad básicos para garantizar la cohesión y la paz social. Es la herramienta natural y con mayor legitimidad que puede usar cualquier colectivo ante una vulneración de sus derechos.

Sin embargo, es una herramienta que por sí sola corre el riesgo de caer en la insignificancia. Para que pueda desplegar todo su potencial y sea eficaz en la protección de la dignidad de los colectivos excluidos requiere ser integrada en una estrategia más amplia y global de incidencia, comunicación y educación diseñada de forma comprehensiva y que tenga como fin último el cambio social real. Es en este contexto en el que el Derecho y las herramientas jurídicas despliegan todo su poder transformador y su expansiva capacidad de marcar el rumbo en la pugna por garantizar el pleno respeto de los derechos humanos.

integrada en una estrategia más amplia y global de incidencia, comunicación y educación diseñada de forma comprehensiva y que tenga como fin último el cambio social real. Es en este contexto en el que el Derecho y las herramientas jurídicas despliegan todo su poder transformador y su expansiva capacidad de marcar el rumbo en la pugna por garantizar el pleno respeto de los derechos humanos.

 

Rafael Cid Rico.
Abogado y Director de Estrategia Jurídica de Gentium, letrado que intervino con el apoyo de la FSG en la demanda por el desalojo forzado de una familia en Cañada Real.