Los efectos conflictivos de los programas de realojo de familias gitanas constituyen una de las caras ocultas de la tardía ampliación de los límites étnicos de las políticas sociales en España. Aunque desde el punto de vista de las relaciones interétnicas los efectos incluyentes de estas políticas han sido lentos, desiguales y muy mejorables, las acciones de las administraciones han dignificado en las últimas décadas las condiciones vitales de buena parte de la cada vez más heterogénea –también en términos residenciales– comunidad gitana española y han multiplicado las oportunidades de convivencia intercultural; pero también han promovido la resignificación de prejuicios tradicionales hacia los gitanos, la proliferación de nuevas interdependencias competitivas en barriadas, escuelas y otros espacios de sociabilidad en los que avanza la presencia gitana, así como la multiplicación de posibilidades de conflictos vecinales abiertos materializados en movilizaciones donde se vierten, entre otras, reivindicaciones de efectos etnicistas.
Presento aquí dinámicas generales de uno de esos desatendidos fenómenos de discriminación y movilización social en la España reciente: las protestas y acciones colectivas vecinales contra proyectos de realojamiento de familias gitanas. Finalmente apunto una línea para la intervención derivada del conocimiento de estos conflictos etnicistas. Casos que –pese a su declive en un país donde han culminado los grandes procesos de realojo de gitanos nacionales y ha crecido la ilegitimidad de la exclusión etnicista ejercida de manera colectiva y pública– no debemos olvidar.
I. Pautas de la movilización antigitana y lógicas de exclusión desplegadas frente a proyectos de realojo
Las manifestaciones y cortes de tráfico al hilo de confirmaciones o meros rumores de realojos, las ocupaciones de solares destinados a reubicar familias gitanas, así como otras acciones de protesta y boicot popular sustentadas en divisorias étnicas, constituyen con diferencia el tipo de movilización antigitana más frecuente en la geografía urbana española de los últimos treinta y cinco años. Frecuentemente estas movilizaciones suponen casos multiepisódicos, a veces inscritos en ciclos de protesta étnica, en vez de acciones puntuales. Las protestas contra realojos, a diferencia de los también abundantes casos de discriminación escolar en los ochenta, también destacan por su amplia capacidad de reclutamiento. Además, estos eventos etnicistas suelen integrar en un mismo escenario la aplicación de diferentes tácticas de presión y boicot, como las arriba apuntadas. A su vez, en estos casos aparecen liderazgos y se materializan solidaridades vecinales que fracturan los principios universalistas que suelen atribuirse al movimiento vecinal.
Entre los casos más publicitados citaré –a modo de ejemplo entre centenares de movilizaciones registradas en la propia ciudad de Madrid y otros puntos de España– el que azotó en el otoño caliente de 1991 el barrio madrileño de Villaverde. Decenas de miles de personas de clases populares implicadas en las protestas durante semanas. Cortes de tráfico diarios de la M-30. Organización continuada de turnos vecinales para acampar y vigilar en el solar proyectado –en vez de para un centro comercial, como esperaba el vecindario– para realojar a unas ochenta familias gitanas procedentes de núcleos chabolistas estigmatizados. Enclaves que la propia administración responsable de los realojos contribuyó a crear décadas antes de proceder a su desmantelamiento para seguir apostando, todavía en estos años noventa, por una fórmula de concentración de la marca étnica en un punto del espacio urbano. Fórmula nuevamente errónea y luego desechada que, no obstante, ahora representará un acercamiento sin precedentes del marcado colectivo gitano chabolista a las principales intersecciones y espacios de sociabilidad barrial de Villaverde Alto.
En este caso, como en tantos otros, asistimos a la emergencia de liderazgos y de egos populistas, como el de Nicanor Briceño, catalizadores del descontento vecinal en el cual el rechazo a la estigmatizada y estigmática presencia gitana se combina con una más masiva e indignada percepción de discriminación clasista entre barrios pobres y ricos, exonerados éstos últimos de realojos. Este estallido de descontento resulta paradójico para la suerte del movimiento vecinal. Por un lado, las solidaridades y protestas antigitanas fracturan la tradición universalista de lucha contra la discriminación urbana que había nutrido el movimiento vecinal agotado en la Transición. Movimiento que ya antes había ofrecido, no obstante, sombrías muestras de cierre étnico a la hora de afrontar la cuestión residencial gitana durante los grandes procesos de realojamiento que, a principios de los ochenta, mejoraron las condiciones residenciales de buena parte de la clase obrera madrileña, manteniéndose en cambio la mayoría de los gitanos que partían de peores situaciones de exclusión residencial en el furgón de cola de las grandes operaciones de vivienda.
Por otro lado, aunque finalmente los manifestantes fracasarán, movilizaciones exclusógenas como las de Villaverde representan una recuperación del marchito movimiento vecinal; al menos si nos atenemos a los niveles de movilización a los que se llega frente a los gitanos. Sucede todo esto además en un contexto más amplio de proliferación de pánicos morales securitarios, como el de la crisis de heroína, que desemboca en la expansión de “patrullas ciudadanas” especialmente focalizadas en escenarios de realojos de población gitana.
En este tipo de movilizaciones se despliegan marcos de significados, patrones de justicia popular, titularidades de derechos y lógicas de exclusión específicas del “neoracismo diferencialista”. Dicha manifestación del racismo se sustentaría, al tiempo que en una sustancialización de las diferencias culturales, en la naturalización de la segregación como único modelo que evita “choques culturales” que se anticipan como inevitables si quiebran las fronteras y equilibrios tradicionales entre comunidades. Dominan por tanto en los escenarios de realojo y de conflicto reivindicaciones vecinales reactivas. Habitualmente se demandará la regresión hacia el status quo segregativo donde ambas comunidades conformarían rectas paralelas.
Bajo este patrón general, en los escenarios de realojo y de conflicto suelen aparecer imbricadas tres lógicas de exclusión. En primer lugar, aparece el miedo a caer, esto es, el extendido temor a la devaluación del entorno y, por extensión de las propiedades inmobiliarias, una vez “los políticos” imponen la coexistencia de colectivos estigmatizados que reunirían, a su vez, una gran capacidad estigmática. En un país en el que la mayor parte de la población de extracción obrera es propietaria de una vivienda, el discurso de la incontrolable devaluación del entorno y de las propiedades constituye una acción estratégica a la hora de legitimar la exclusión; pero no simplemente una añagaza etnicista sin fundamento real. La presencia o anuncio de familias gitanas realojadas, dado también el potencial estigmático que acumularán las zonas de las que éstas proceden, suele contribuir a la desvalorización de la imagen de los barrios en que éstas se reubican. Basta acercarse a la sociología urbana para saber que entre zonas cercanas, con pisos y equipamientos similares, buena parte en las diferencias en el precio de las viviendas las establece la presencia o no en alguna de esas zonas de grupos estigmatizados, produciéndose un “efecto de arrastre hacia abajo” del cual también se muestran conscientes los habitantes de estas zonas elegidas para realojar.
En segundo lugar, aparece el discurso de la triple discriminación que experimentaría la mayoría destinada a asumir realojos. En primer lugar, como apuntamos para el caso de Villaverde, las políticas de realojo se identifican con la discriminación clasista entre barrios depósitos invariables de colectivos estigmáticos y barrios exonerados de cuotas de solidaridad interétnica. En segundo lugar, la confirmación de realojos se convertirá en confirmaciones de extendidas percepciones de abandono oficial. Este discurso se manifiesta constantemente allí donde la operación de recambio residencial proyectada se suma a otras anteriores ya efectuadas en los barrios, sin que existiera un trabajo social intensivo. También aparece en barriadas con escasos y precarios equipamientos sociales, esto es, en lugares con solares o comunidades vecinales en los que había promesas políticas o expectativas vecinales (al final rotas) de que se construyeran zonas verdes, centros de enseñanza, u otros servicios que mejoraran la calidad de vida vecinal y revalorizaran el entorno (centros comerciales, etc.). En tercer lugar, la discriminación negativa es representada como agravios por la distribución de recursos públicos escasos. La concesión pública de viviendas a familias gitanas en un contexto estatal donde mengua drásticamente la promoción pública de vivienda es juzgada –incluso por parte de quienes antes se beneficiaron de concesiones similares– como una forma de trato preferencial por parte de la administración; discriminación que revierte además en un empeoramiento de las posibilidades de integración y promoción social de la mayoría culturalmente dominante.
En tercer lugar, aunque estrechamente imbricado con el anterior, aparece el discurso de la pobreza desviada. Se sustenta el mismo en la distinción estratégica entre “pobres normalizados” –los que valorarían las oportunidades recibidas y tratan de adecuarse a la norma de vecindad, consumo y trabajo legitimada– y “pobres desviados” –quienes no corresponderían a sus oportunidades de integración y mejora ofrecidas con un uso adecuado de los competidos recursos públicos recibidos para este fin–. En estos casos aparece recurrentemente la batería de tópicos sobre la incapacidad de la “cultura gitana” para usar adecuadamente la vivienda y adaptarse al régimen de convivencia en las comunidades. De esta manera, una variante del discurso de la “pobreza desviada” resultaría el discurso de los “dones incompletos”, esto es, “no correspondidos” con esfuerzos de resocialización por parte de colectivos a los que, según extendidas opiniones, se considera como invariables beneficiados desde la administración sin ofrecer a cambio modificaciones conductuales y actitudinales que permitan justificar la inversión estatal a costa de otros ciudadanos.
Las citadas lógicas de exclusión representan, en muchos aspectos, manifestaciones de las nuevas relaciones de interdependencia y competencia interétnica que promueven los realojos. No obstante, estos discursos desplegados en las escenas de los conflictos reproducen, a su vez, los tres elementos más tradicionales del prejuicio hacia las minorías, como bien saben los muchos gitanos que han sufrido la discriminación en sus carnes. Los primeros dos elementos, omnipresentes en el caso del rechazo a la población gitana, serían la “sobre-representación” y la “asimetría”: la tendencia a juzgar al conjunto del colectivo a partir de los comportamientos execrables e imágenes desviantes que proyectan las fracciones menos nómicas de la minoría, identificándose en cambio la mayoría excluyente a partir de su sector más ejemplar o nómico. Esta sociodinámica de la estigmatización se ve reforzada por las todavía desproporcionadas cifras de personas de la comunidad gitana en la llamada “cultura de la pobreza”. Esto fomenta el tercer elemento del prejuicio: el “error de atribución intrínseca”: la tendencia a incurrir en atajos culturalistas que llevan a atribuir a particularidades culturales o idiosincracias grupales previamente sustancializadas la existencia de comportamientos y rasgos negativos que, sin embargo, son muchas veces consecuencia de situaciones y condiciones estrictamente sociales, como las generadas por la pobreza y la experiencia histórica de exclusión.
II. Las distintas condiciones de posibilidad para movilizaciones antigitanas: las fórmulas de realojo elegidas
Los riesgos percibidos, así como los agravios interétnicos y atajos etnicistas arriba apuntados, son comunes en los escenarios de realojo. Ahora bien, pese a la ubicuidad del descontento vecinal que generan, no todos los realojos que implican a familias gitanas reúnen las mismas posibilidades de desatar movilizaciones. El tipo de realojo planteado desempeña un papel crítico en las posibilidades de movilización etnicista.
Aunque tardías y expuestas a retrocesos, las ampliamente resistidas fórmulas de realojo de familias gitanas aplicadas en los últimos treinta y cinco años evolucionan desde los realojos que preservan la marca étnica –dominantes entre los ochenta y primera mitad de los noventa del siglo pasado–, hasta fórmulas de realojo que priorizan el realojo de cupos limitados de familias gitanas entre pisos de vecindarios mayoritarios asentados, o entre diversos nuevos receptores de viviendas sociales –las medidas de realojo más avanzadas a las que tras acumular experiencias fracasadas de preservación de identidades grupales y de dinero público recurre desde finales de los noventa el IRIS madrileño, por ejemplo– .
Progresivamente descartadas, aunque no sin sombrías excepciones reactualizadas, dos razones explicarían el recurso, dominante durante décadas, a tipos de realojos que preservaban la marca étnica. Por un lado, en la opción por este tipo de realojos influirán las relaciones simbióticas que frecuentemente se dan entre intereses urbanísticos y muchas de las operaciones de realojo de familias gitanas; aplicadas precipitadamente después de años de postergación injustificable de la población recambiada. Lo que cuestiona en muchos casos la finalidad inclusiva de estos programas y explica su mal diseño con efectos perversos sobre las relaciones vecinales. Por otro lado, en los realojos que preservaban la marca étnica influirán también las ideas sobre el “multiculturalismo” y los pobres más y menos adaptables a recursos normalizados que ponen en juego muchos ideólogos y técnicos de las agencias de intervención social. Aunque se cosechaban desde los primeros ensayos resultados que invitaban a abandonar estos “poblados modelos” –a los que la prensa de las ciudades poco tardaba en calificar de “estercoleros”– muchos técnicos incidían (sobre todo en los ochenta) en la necesidad de transición-adaptación previa de las familias extraídas de las chabolas a la “vivienda normalizada”, incluso en la necesidad de protegerlas del racismo mayoritario y de otros peligros que erosionaran la identidad, las costumbres, los ritmos evolutivos, y las preferencias de las familias a realojar, a quienes frecuentemente se atribuía o concedía el deseo de permanecer entre miembros de su etnia. Predilección en las que se destacaban especialmente “los patriarcas”.
Las posibilidades de rechazo vecinal público a las distintas fórmulas de realojo de familias gitanas que se han venido ensayando en nuestra historia reciente varían sustancialmente. Así, las movilizaciones antigitanas más frecuentes, numerosas y sostenidas en el tiempo se desatan al hilo de proyectos de realojo que, aunque preservaban la marca étnica en un punto ahora más cercano a los espacios de sociabilidad vecinal, modifican la composición étnica del espacio urbano cercano y multiplican las interdependencias competitivas entre establecidos y recién llegados en escenarios de consumo y sociabilidad colectiva, como las escuelas que asisten a medida que se expanden los realojos en la segunda mitad de los ochenta a lo que se vivió también como “una avalancha” de niños gitanos en las escuelas de barriadas de clases populares.
III. La experiencia conflictiva de los procesos de realojo: una lección
Lo sucedido en España con los realojos de familias gitanas permite extraer al menos una lección: la dificultad de lograr la aceptación y convivencia posterior con grupos a cuya racialización contribuyeron anteriormente las políticas mantenidas por el Estado.
En la intensificación de los conflictos con la comunidad gitana jugó un papel clave la intensificación de la segregación que experimentó la comunidad gitana en el tardofranquismo. Y ello como producto de la expansión urbana y de la desigualdad de trato oficial a la hora de distribución de viviendas sociales que rara vez alcanzaban a aquellas cientos de miles de familias gitanas que, en sus primeros años en las ciudades, conformaron con frecuencia poblados chabolistas y barraquistas interétnicos. Poblados de los cuales en esta época sólo salían hacia viviendas sociales familias no gitanas, en cambio.
Posteriormente, una vez llega la tardía hora de realojar a comunidades gitanas chabolistas, el dominio de las operaciones que preservaban la marca étnica también se reveló perverso en sus efectos sobre las relaciones interétnicas. Esta fórmula contribuyó a solidificar estigmas que dificultaron la aceptación vecinal de los gitanos incluso bajo posteriores fórmulas ya más avanzadas de realojamiento, como las que se basarán en la dispersión de cupos limitados de familias gitanas entre vecindarios mayoritarios, y a través de viviendas adquiridas por las administraciones en el mercado inmobiliario disponible para las clases populares.
Son varias, no obstante, las razones para no retroceder y apostar por estas fórmulas de realojo en dispersión tan tardíamente asumidas por las administraciones españolas. Por un lado, al incluir a cupos reducidos de familias entre diversos barrios y en condiciones normalizadas, estas fórmulas avanzadas de realojo minan las legitimidades frecuentemente manejadas por quienes rechazan y denuncian los efectos negativos de la concentración de gitanos en “sus” barrios. Así, allá donde un realojo implica a una o varias familias por bloque –en vez de a decenas concentradas en un punto del barrio–, aumentan los costes e ilegitimidades a la hora de discriminar, y las dificultades para el reclutamiento y la acción colectiva antigitana. Por otro lado, los realojos en dispersión ayudan a neutralizar la discriminación asociada a lo que se conoce como “efectos de lugar”. La desigualdad de trato a la que frecuentemente se exponen ciudadanos gitanos –a la hora de buscar empleo, por ejemplo– aumenta cuando un miembro de una minoría estigmatizada procede, además, de un enclave estigmatizado, como bien saben muchos ciudadanos gitanos cuyo currículum reposa en la basura nada más reconocerse, entre otras particularidades fuente de discriminaciones, su lugar de residencia.
Manuel Ángel Río Ruiz
Departamento de Sociología. Universidad de Sevilla.