Siento decirlo: la objetividad no existe. Quien se acerque a un medio de comunicación esperando una fría información sin ningún tipo de sesgo es un iluso. Todos tenemos un bagaje, unos antecedentes. Esa fue, quizá, la lección más importante que aprendí en el máster de periodismo de EL PAÍS, el periódico en el que trabajo desde 2000. Y quien lo dijo fue Joaquín Estefanía, exdirector del periódico y de la Escuela de Periodismo. Su explicación fue más allá. “Si tú no eres un objeto, sino un sujeto, todo lo que hagas será subjetivo, no objetivo”.
Hay otra cosa que aprendí en aquel máster: la comunicación es un proceso en el que intervienen, al menos, dos personas. El emisor (los periodistas), y el receptor (los lectores-oyentes-televidentes-internautas). Y lo que descubrí después, esta vez solo, es que esa máxima sobre la objetividad era aplicable a los dos extremos del flujo: el emisor y el receptor.
Hago estas reflexiones después de repasar el Informe anual FSG 2012, y, sobre todo, las páginas que recogen los supuestos de discriminación hacia la comunidad gitana en medios de comunicación. Es una lectura agridulce, vergonzante e irritante muchas veces, pero otras, tengo que admitirlo, me ha costado apreciar cuál era el aspecto negativo de las reseñas. Hasta me he visto reflejado en algunos aspectos.
Solo desde esta base puedo intentar explicar la importancia de, pese a ello –o precisamente por ello- intentar ser lo más frío posible (ya que no se puede ser objetivo) cuando se informa sobre algo en lo que interviene un grupo minoritario (y, seguramente, con motivos para sentirse discriminado). Y aquí hay otra lección, que, esta sí, está en los libros de estilo: rasgos como sexo, orientación sexual, discapacidad, estado de salud, nacionalidad o raza solo son noticiosos cuando aportan algo a la información. Sobre todo, cuando ayudan a explicarla.
Por mi trayectoria, no he tenido muchas ocasiones de informar acerca de gitanos. Pero lo he hecho sobre muchos otros grupos minoritarios (o no tanto): personas con VIH, enfermos mentales, gais, lesbianas, transexuales, personas con discapacidad, inmigrantes en situación irregular o no, creyentes, ateos y hasta el colectivo menos minoritario que existe: las mujeres. Y siempre he tenido el mismo filtro: ¿Es relevante ese aspecto? No hace falta que diga que, según los lectores, muchas veces no lo he conseguido. Se me ha acusado de insensible, de ignorante, de machista y hasta de homófobo (¡a mí, que salí del armario hace 30 años!).
¿Cuál fue el problema? Que son temas en los que no hay término medio. Para una persona que ha sido discriminada durante toda su vida por pertenecer a un colectivo, cualquier mención a se rasgo es una agresión. Aunque –siento decirlo– no siempre tenga razón.
Voy a poner un ejemplo reciente. Hace poco, la Comunidad de Madrid convocó a los periodistas para presentarles una expedición de alpinistas con esquizofrenia que iban al Himalaya. Pero no invitó a los expertos en deportes, sino a los que cubrimos temas de salud. En una conferencia posterior, varias personas con esquizofrenia nos recriminaron a los periodistas que los tratáramos como unos raros que no eran capaces de escalar. Es, para los profesionales, un callejón sin salida. Si no se informa, se ningunea a las personas con enfermedad mental; si se hace, se les señala. Seguro que el caso es extensible a todos los colectivos (pienso en el revuelo por el primer gitano que fue elegido diputado, por ejemplo).
Y esta era una información positiva. Pero lo mismo sucede con los sucesos negativos. Siguiendo con las personas con enfermedad mental, está el caso de Noelia de Mingo, la médica que acuchilló a varios compañeros en un hospital de Madrid. ¿Debía el periodista ocultar que era una persona con esquizofrenia que actuó –y esto es lo importante– porque estaba en pleno brote ya que, por falta de una atención adecuada, no se había medicado correctamente? Sinceramente, creo que no.
Ahora hágase el ejercicio de trasladar estos casos a algunas de las informaciones en las que se destaca que el protagonista es gitano, o musulmán, u hombre, o gay, o consumidor de drogas o profesor o sacerdote. Nuestro trabajo es contar las cosas, pero, sobre todo, es explicarlas. Y hay veces en que estas características (y muchas otras) son relevantes. Aunque no nos guste. Aunque parezca que se culpabiliza –la mayoría de las veces sin intención, lo aseguro por lo que conozco a mis colegas- a todo el grupo por unos pocos. Y eso hay que aceptarlo por las dos partes: los que escribimos las noticias, y los que lo leen.
Pero eso no quiere decir que no haya errores de bulto. Los periodistas no nacen de una burbuja. No llegan a la profesión virginales de prejuicios. A los 23, 24, 25 años, que es cuando empiezan a ejercer, ya se han empapado de lo que se vive en la sociedad (y serían muy malos profesionales si no lo hubieran hecho). Y solo un férreo control –o, mejor aún, un arraigado convencimiento- pueden servir para detectar esas derivas, para impedir que el estigma se manifieste o, lo que es peor, para contribuir a consolidarlos. Dejando de lado el debate de qué fue antes, si el lenguaje discriminador o la discriminación en sí, hay enfoques y asuntos que no se deben dejar pasar.
Lo he dicho antes: las características que pueden asociarse a una discriminación pueden ser utilizadas. Pero solo si ayudan a comprender la noticia. Si no, absolutamente, no tienen cabida. No voy a entrar en casos concretos porque mi misión no es juzgar a mis colegas. Pero si una persona se salta un semáforo o un ceda el paso y atropella a alguien, atraca a un banco, vende droga o viola a otra –por poner casos fácilmente identificables-, poco importa si es gitana, rumana, salvadoreña o de Burgos. Esa es una línea roja que se enseña en primero de periodismo (o que debería enseñarse), y que no se debe cruzar. Y que, lamentablemente, como refleja este informe, muchas veces se traspasa. Aunque no sea por mala intención. Aunque solo demuestre una pereza mental, un dejarse llevar, un acudir al estereotipo para dar una explicación manida sin profundizar detrás. Algo que debe evitarse, aunque solo sea por prurito profesional, por dar calidad al trabajo del periodista. Incluso si no se pretende ayudar a desterrar estereotipos o a destruir barreras, la propia satisfacción con el trabajo bien hecho debe llevarnos a ahondar, a ser más sincero, a buscar las auténticas causas. No se trata -¡faltaría más!- de renunciar a hacer nuestro trabajo de explicar lo que pasa. Se trata de dar la verdadera explicación, y no la fácil, la obvia, y, seguramente, limitada o falsa.
Se trata, además, de un ejercicio sencillo. Y no lleva tiempo. Basta preguntarse si hay otra manera de definir, de explicar. La mayoría de las veces, la respuesta va a ser que sí.
En los medios grandes, hay otra ventaja: si un redactor no se hace esa pregunta, si no tiene esa prevención, alguien, después (el editor, el redactor jefe, un compañero que revisa su texto) se dará cuenta de la discriminación o, por lo menos, de la falta de calidad que implica caer siempre en el estereotipo. Por eso no me sorprende que en el informe de la FSG haya tantos casos de mala práctica en medios pequeños, donde estos controles son más limitados. Y, entre ellos, destacan los medios digitales.
Aunque parezca que quiero disculparlos, quienes sabemos cómo trabajan algunas de estas webs, su falta de personal y de controles, nos explicamos fácilmente que sigan cayendo en esos errores, en esas malas prácticas. Porque evitar el lenguaje discriminador no es algo innato. Se enseña y se aprende hasta que se interioriza. O, al menos, solo se enseña y se aprende si se interioriza.
Pero hay otro aspecto que debería ayudarnos a los periodistas a hacer mejor nuestro trabajo. Desde una visión de un periodismo social, que quiere contribuir a mejorar la sociedad de una manera concreta, entendida como una mejoría en la vida de las personas que la conforman, quizá sí que puede saltarse la regla que indica que el origen, el sexo u otros rasgos no importan. Es cuando las noticias son positivas. Si se marca un gol, se escala el Everest, se escribe un libro, se salva una vida o se gana un premio, probablemente el hecho de que se sea gitano, rumano, salvadoreño o de Burgos –o tantos otros condicionantestampoco sea reseñable, pero puede no sobrar que se diga. Una visión positiva de grupos que tradicionalmente no la tienen siempre ayuda y no violenta ningún código ético.
El problema surge en temas fronterizos. ¿Por qué surge una riña entre dos grupos en la calle? ¿Por qué un padre somete a mutilación genital a su hija? ¿Por qué la fuerza a casarse con 15 años? ¿Por qué unos niños se dedican a la mendicidad?¿Por qué la tasa de fracaso escolar es más alta que en la media? ¿Por qué en un barrio hay extorsión o es peligroso? No hay una regla del nueve para saber cuándo es pertinente mencionar si hablamos de gitanos, rumanos, subsaharianos, personas con discapacidad, personas con pocos recursos, enfermos mentales… Pero, de nuevo, hay un ejercicio que puede ayudar. Y es darle la vuelta al asunto. ¿Es posible explicarlo sin mencionar esos rasgos? Seguro que en muchos casos es así.
Reflexionar sobre este asunto no deja de ser desalentador. Porque los errores son, por así decirlo, de primero de periodismo. Y no soy optimista al respecto. Metemos la pata (ya he dicho que algunas informaciones del informe me causaban vergüenza e irritación) y acrecentamos los estereotipos, el estigma. Pero yo sé cómo soy (hombre, gay, madrileño, bajito) y lo que pienso del aborto, del PP, del PSOE, de la Iglesia, del machismo, de la homeopatía… Y, por eso mismo, cuando trato estos temas, tengo especial cuidado. Aunque sé que, a veces, los otros no lo van a ver así. Cuando todos hagamos el ejercicio de revisar si esos factores son relevantes para escribir y para leer, para el que escribe y para el que lee, estaremos acercándonos a un punto de encuentro.
Emilio de Benito.
Periodista del Diario “El País”.